domingo, 7 de agosto de 2011

EL BERBIQUÍ (FRAGMENTO)

Rugidos, motores, estelas, compulsión. Los Depeche sonando a tope en la cabina del auto. La noche adueñándose de los seres, devorando sus entrañas. Una sensación de vértigo contagiada en cada esquina. Las calles infectadas de obras, desvíos, trampas. Sobre el asfalto, olor a gasoil y podredumbre.  El marasmo de Matrice convertido en función nocturna. Excrecencias humanas esquivando zanjas en coches de gran cilindrada, a toda velocidad. Límites apurados, sobrepasados. De fondo, un ritmo compulsivo, sombrío, enajenante, percutiendo en mi alma.




La oscuridad y los obstáculos apenas hicieron mella en mí. Conduje el coche por aquel tráfago de modo totalmente inconsciente, con el piloto automático activado y la percepción desviada a miles de kilómetros de distancia, como si nada me afectara en realidad. No sé por qué calles circulé, si por las de siempre o por otras jamás visitadas. Por momentos me vi perdido, dibujando absurdos rodeos sobre el plano de Matrice, sin otro sentido que el de registrar en la pantalla del GPS el itinerario de mi desolación. El navegador me daba instrucciones verbales que yo iba desobedeciendo por sistema. “Gire la segunda a la derecha”, me advertía, y yo tomaba la tercera a la izquierda. Una sucesión de edificios impersonales desfiló ante mis ojos como formando parte de un collage mal estructurado. Crucé barrios que apenas me eran familiares, bordeé rotondas desangeladas, me desvié hacia las afueras para acometer circunvalaciones pobladas de avisos verticales. Las señales fluctuaban sobre mi cabeza palpitantes. Acabé en polígonos industriales donde, bajo carteles gigantes de sofás, vislumbré siluetas en sórdidas actitudes de ofrecimiento. Cuando por fin llegué a casa, había pasado más de dos horas desde que abandoné la oficina. Anita me aguardaba en el sofá del salón recién bañada y con el pijama puesto. La canguro, preocupadísima por mi retraso, le estaba dando la cena y se debatía acerca de llamar o no a la policía. La niña se abalanzó sobre mí para darme dos besos.
–¡Papá! ¡Qué tarde has vuelto hoy! –Ya tenía más de cinco años y estaba cada día más rica y despierta.
–Lo siento muchísimo –me disculpé mirando a la canguro y dándole permiso para irse–. He tenido algunas complicaciones en el trabajo y ni siquiera he podido llamar, lo siento. Ya me ocupo yo de todo.
–¡Estás sudando, papá! Si no hace calor...
–Lo sé, cielo, es del coche, de ir con los cristales cerrados, ¿sabes? –Me la eché para un lado para que no notara mi agitación y encendí la tele–. Mira, ¿no quieres ver los nuevos dibujos que van a echar?
–Ya los han echado hace mucho. ¡No te enteras de nada! –y se rió con ganas.
Se tumbó con la cabeza en mi regazo y se puso a ver un vídeo de animalitos. No le dije nada por tener los pies encima del sofá. Sus rizos de niña traviesa se perdían en mis manos temblorosas. Los acaricié con mucha ternura, y también con algo de aprensión, como si aquellas ondas brillantes y suaves fueran la única materia del universo capaz de devolverme el aliento. A cada rato se movía, me clavaba los codos y se estiraba boca arriba para reírse en mis ojos, como una locuela. “¿Has visto eso, papá? ¿A que tú no lo haces?”, decía con ganas de comprometerme. Cuando el vídeo concluyó, la llevé en brazos a su habitación, la acosté y esperé a que se quedara dormida. Luego hice yo lo mismo. El sueño no vino a visitarme por más que quise. Apoyado en el lateral inmenso de mi cama, con la cabeza contra la almohada para que nadie me oyera, me puse a llorar como un poseso. Un llanto sordo y ahogado que derivó en un ataque de tos incontenido.

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