Vértigo de Alfred Hitchcok ha sido elegida recientemente por
el British Film Institute como mejor película de todos los tiempos, juicio con
el que no cabe estar más de acuerdo.
La
elección, que llevan a cabo críticos especializados de todo el mundo cada diez
años, y cuyo resultado ve la luz en la prestigiosa revista Sight & Sound,
ha supuesto el desbancamiento, por primera vez desde 1962, de Citizen Ken
(1941). Si la cinta de Orson Wells se había impuesto en todas las anteriores
ocasiones con claridad, esta vez ha tenido que ceder su trono a la historia de
amor, muerte y obsesión que Hitchcock rodara en 1958 en la ciudad de San
Francisco, protagonizada por James Stewart y Kim Novak. La ascensión de Vértigo
hasta el primer puesto de la lista ha sido gradual e imparable, reflejo de la
fascinación creciente que esta historia ha venido ejerciendo en la percepción
de críticos y público. Así, para el director de la publicación, Nick James, “el
resultado da cuenta de los cambios en la propia cultura crítica del cine”, que
se decanta ahora por una visión más personal de este arte, antes que por otra
más brillante o académica. Y es que, como la propia espiral con que se abren
los títulos de crédito de la película, Vértigo extiende los tentáculos
de su influjo a la mirada de todo aquél que se enfrenta a ella.
Mucho
se ha hablado sobre el significado último de esta película. Basada en la novela
de Pierre Boileau y Thomas Narcejac Sueurs froides: d’entre les morts,
cuenta la historia del detective Scottie (James Stewart) que sufre de acrofobia
o vértigo a las alturas a raíz de una persecución por las azoteas de San
Francisco. Scottie es contratado por un viejo amigo para vigilar a la mujer de
este último, Madeleine (Kim Novak), quien parece extrañamente poseída en su
conducta por el alma de una bisabuela enajenada, llamada Carlotta. En su
seguimiento a Madeleine por los rincones de San Francisco, se enamorará hasta
los huesos del misterio de esta mujer. La historia de amor entre ambos
conducirá al suicidio aparente de Madeleine y a la obsesión rayana en el
fetichismo de Scottie, que tratará de reintegrarla de entre los muertos en la
figura de otra mujer. Se trata sin duda de la obra más personal de su director,
la más enigmática también. El suspense y la acción, ingredientes fundamentales
de su cinematografía, pasan a un segundo plano en este caso para mostrarnos un
universo onírico, una suerte de ensoñación que tiene
lugar por las calles, hoteles, tiendas, museos, bosques y cementerios de San
Francisco. Las largas secuencias en silencio por estos escenarios, acompañadas
de una música de hipnosis, hacen que la película, por momentos parezca muda.
Son sus protagonistas quienes mantienen la tensión a través de sus idas y
venidas en coche, de sus acechos, miradas y besos arrebatados. Truffaut
destacaba la sexualidad implícita de la cinta, así como su contenido necrófilo,
pues lo que Scottie desea, en último extremo, es recomponer y poseer la figura
de una mujer fallecida. El hechizo del filme radica tanto en su despliegue
visual, como en la impelencia del amor desviado que sienten sus protagonistas;
un amor fuera de este mundo, realmente sólo al alcance de los muertos.
Hay
escenas memorables en Vértigo. En una de ellas, Scottie y Madeleine se
pierden por un bosque de secuoyas a las afueras de San Francisco. La música y
la luz que se cuela por los claros trasladan al espectador a otra realidad,
como por ensalmo. Los protagonistas se acercan a la sección de un gran
tronco y, señalando con sus dedos los anillos concéntricos, comienzan a hablar
con extrañeza de otras existencias, circulares por analogía. Y la trama se
construye con efecto a esa ley de circularidad, como en un antes y un después
del clímax que constituye la caída desde el campanario de una misión española.
Así, los personajes revisitan ventanas, restaurantes, indumentarias y peinados,
con el fin de obrar lo imposible: recomponer su pasión extraída de un oficio de
difuntos.
Otro
valor de Vértigo se halla en su banda sonora, compuesta por Bernard
Hermann, quien colaboró con Hitchcock en varias de sus mejores cintas (Con
la muerte en los talones, Psicosis...). Hermann elabora una partitura que
parece beber directamente en el Tristán e Isolda de Wagner, con dos o
tres motivos esenciales que, como en la obra de su maestro, se desarrollan ad
infinítum, sin llegar del todo a resolverse. Una música envolvente y
romántica, con los medios y el lenguaje de una orquesta clásica, pero con la
introducción de algunos instrumentos inusuales y la mentalidad de un compositor
contemporáneo, la que nos sumerge de lleno en esa espiral de visiones, colores
y luz que es Vértigo. Tanto es así, que por momentos cabe la duda de si
la banda sonora subraya la sucesión de imágenes, o más
bien es toda la película la que está montada para acompañar esa música
lisérgica y cautivadora, como surgida de otro mundo.
Publicado originalmente en:
web de Bibliotecas Públicas Municipales del Ayuntamiento de Madrid
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