Hay cierto momento en que los seres vivos se rebelan contra las normas y se
dirigen peligrosamente al extravío. Parece que tal tendencia estuviera señalada
en sus naturalezas como un código oculto de comportamiento. Según se ha
constatado, esta circunstancia suele producirse al final del invierno o al
comienzo de la primavera. La nueva estación es un virus que, infiltrado en el
tejido de la ciudad, trastoca el orden de todas las cosas.
Así se inicia “La rueda del extravío”,
la que es mi tercera novela por orden de escritura, y la segunda en ver la luz,
publicada por la editorial Éride, que la ha sacado a la calle esta misma semana
coincidiendo con el desembarco de la primavera. Dicen de esta estación que es
la más hermosa y caprichosa de todas, y pienso que tal vez la médula que
comunique y articule toda la loca historia de “La rueda” sea esa sensación de
trastorno que su llegada provoca en los seres vivos. Como las ocasiones de dar la
bienvenida a una nueva criatura literaria son muy contadas, se suceden muy
espaciadamente en el tiempo y sólo tras largos años de trabajo, quiero
aprovechar este blog para hablar un poco de esta Rueda tan primaveral, y presentarla
ante todos en sociedad.
“La rueda del extravío” comenzó su
andadura como experimento de blog hace dos o tres años, no recuerdo. La idea
original consistía en componer una serie de minificciones, de no más de dos
páginas cada una, que estuvieran localizadas en un escenario común, pero que tuvieran
sentido completo por sí mismas y pudieran leerse de forma independiente. Así
fueron surgiendo una serie de personajes indiscretos, por momentos estrambóticos,
que fueron habitando las vecindades de un barrio popular y más bien periférico
de cualquier ciudad. Los personajes iban naciendo y se presentaban al lector en
tiempo presente y, desde el mismo instante de aparecer, hacían suyo un espacio
físico y narrativo. Sin embargo, casi también desde ese instante, los
personajes comenzaban a tender lazos entre sí y a sugerir relaciones y
concomitancias los unos con los otros. Esas relaciones quise que estuvieran
regidas casi exclusivamente por las leyes del azar, echando a andar así una
especie de mecanismo aleatorio que recordaba al de una rueda. El concepto de extravío, con cada una de sus peculiares
acepciones, era el que impulsaba el movimiento: unos personajes o sucesos
casuales propiciaban y desembocaban en el advenimiento de otros, sin aparente
control. La inercia se transmitía y se hacía mayor con el avance de la
escritura. Me di cuenta de que, a pesar del caos que sugería el planteamiento,
cabía la posibilidad de intentar imponer una dirección al recorrido de dicha
rueda. Quise hacer partícipes a los contados lectores del blog en la evolución
de la trama, pero debo reconocer que fracasé en el empeño. Así que decidí
cerrar el blog y continuar trabajando a la manera tradicional, con el objetivo de
transformar el experimento en una novela corta o nouvelle. En ella me
empleé a lo largo de un año, o año y medio, hasta que logré rematar a conveniencia
el enredo.
La estructura que desde un principio
adoptó “La rueda” no podía ser más clásica: tres partes diferenciadas (correspondientes
a los manidos conceptos narrativos de planteamiento-nudo-desenlace), cada una
de las cuales estaba constituida por 20 capítulos de una extensión no superior
a las 2 páginas. Pretendía que el resultado final fuese una novela corta de 60
capítulos de ágil lectura. Aquí es donde entró la primavera para fijar, por
medio de sus zarandeos meteorológicos, el armazón narrativo de la historia. En
la primera parte, se presenta una sucesión de curiosos personajes, como seres
vivos que afloran a las calles con la llegada de la ansiada estación. En la
segunda se desencadenan los sucesos y relaciones entre ellos, como respondiendo
a los episodios de inestabilidad tan típicos de aquella: los chubascos, las rachas
de viento, el granizo… seguidos o alternados por los reflejos del sol, el
espectro del arcoíris o las bondades de la brisa mañanera. Por fin,
en la tercera, hay una resolución de la mayoría de esos azares, imbricados en torno
a un suceso vertebrador de índole criminal.
Tengo que confesar que en “La rueda
del extravío” se hallan algunos de los personajes y páginas más queridos por
mí hasta ahora. A bote pronto, se me presentan unos cuantos, como cromos en un álbum de la
posguerra: Sandra, la opositora con la cabeza llena de nubes en vez de apuntes;
su madre, la amorosa Paola Romera Hammerschmidt, que colma de ternura la
residencia para enfermos de Alzheimer; los gemelos con sus barbas, sus
chaquetas y sus guitarras, más el reluciente Jaguar en el que realizan sus recorridos
urbanos; las mujeres de estos, hembras despampanantes y confusas a la edad de
cuarenta; Francisquito, el enamoradizo muchachito discapacitado, autor de
hermosas cartas de amor; sin olvidar a Delfín, el umbrío vendedor de
enciclopedias, con su maletín y su trauma a cuestas… Estos y otros muchos
personajes son los que pueblan las 158 páginas impresas de “La rueda”. En
cuanto al estilo, contaré que he pretendido fuese vivo en todo momento.
Saltarín, barroco, zascandil, adornado según la ocasión de juguetonas subordinadas, expresiones castizas o palabras
sacadas del magín de la RAE, algunas de ellas hoy moribundas. No sé si lo he
conseguido, pero ése ha sido mi propósito. Ahora sólo queda poner la novela en
vuestras manos, para que la leáis y juzguéis como mejor os plazca. Ojalá os
guste, es mi deseo último como autor.
Más información y primer capítulo en: web de Éride
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