Madrid y su ciclópeo, casi sepulcral, Teatro Real han tenido la suerte de contemplar una nueva representación de “Così fan tutte”, la genial ópera de W. A. Mozart. En esta ocasión ha sido bajo la batuta de Cambreling y la dirección artística del hoy encumbrado director de cine austriaco Michael Haneke, quien no pudiendo asistir al estreno por hallarse en la entrega de los Óscar de Hollywood, ha querido reparar el plantón con una nota entregada en mano al público madrileño en la que rogaba excusasen su ausencia, gesto hermoso y casi dieciochesco, que habla de la elegancia y delicados modales de este aclamado artista.
Sin haber asistido a las funciones por la carestía de las entradas, uno siempre puede leer las reseñas de los diarios en línea y en papel, recurso muy económico y al alcance de todo amante de la cultura, y que, acompañado de una buena dosis de imaginación y de la necesaria escucha en disco de la obra, puede por momentos recrear el espejismo de haber presenciado la función en vivo. Las crónicas hablan de un éxito en la elección de los intérpretes y en la lectura escénica que “un creador del calibre de Michael Haneke” hace de la música de su compatriota Mozart y del libreto del italiano Da Ponte. Ensalzan aquéllas su “mirada lúcida, austera y amarga”. La repercusión del estreno ha debido de ser tal, que parece haber trascendido los habituales círculos cerrados de los melómanos y haberse hecho eco en otros sectores ajenos por lo común al mundo de la ópera. Comentando el hecho con una gran amiga, amén de fina y despierta periodista, me dice vía whatsapp: “Es que Haneke es un monstruo”. Y al leer esa afirmación por escrito, una reacción de corte visceral me lleva a responderle al instante en otro apresurado whatsapp: “No te confundas, el monstruo no es Haneke, sino Mozart y Da Ponte”.
Mi respuesta ante tal interrogante es clara: quiero hacer un cántico en favor de esta ópera y de sus autores, y que este cántico sirva, por extensión, para invocar tantas otras obras de arte, que apenas llegan al conocimiento del público de hoy. Quiero cantar la belleza de “Così fan tutte”, con o sin Haneke. El problema radica en que son tantas las dimensiones a destacar en ella, que sinceramente temo atorarme o confundirme.
Quiero, en primer lugar, ensalzar la belleza de su música sutil, juguetona, meliflua a veces, impetuosa y pasional otras. Quiero resaltar la hermosura de todos sus números, que se suceden ágilmente los unos a los otros, y en los que las voces del sexteto protagonista se solapan, alternan, contrastan, armonizan, y juegan en la más lúdica concepción de polifonía y ritmo. La obertura ya nos aboca a un torbellino de confusión, vértigo y enredo. Es “Così fan tutte”, y así se ha significado por todos sus analistas, un monumento de la geometría, elemento que se encuentra escondido en gran parte de las obras de arte más admiradas, pero que en esta ópera de Mozart, se nos muestra rotundo y en su máximo esplendor, con un brillo y una contundencia que amilanan. Las mascaradas, los disfraces, los intercambios de papeles, la tensión de la seducción entre hombres y mujeres, todo en ella es un ejercicio de la más conseguida y lubricada geometría. La escena inicial, por ejemplo, nos sitúa de golpe en un café donde un par de soldados discuten y rivalizan acerca de la fidelidad de sus amadas, aceptando la apuesta del taimado Don Alfonso, que los reta a aceptar por medio de un juego la inconsistencia de sus sentimientos. En esta escena, los papeles de cada cual quedan repartidos en el acto según voces graves y agudas, así como por la división que de los recitativos y tiempos musicales lleva a cabo Mozart. Uno contra uno, dos contra uno, tres contra ninguno… insistiendo y permutando así la estabilidad o inestabilidad que mágicamente transmiten las cifras pares o impares. La música y el reparto de las voces inyectan desde el primer segundo ese soplo de viento que descoloca y recoloca los elementos de la geometría a lo largo de toda la ópera. Todo en “Così” mana, se disfraza, viene y va, componiendo nuevos cuadros visuales y sonoros, casi a cada instante. Y lo hace sobre la base de un texto dramático, ágil y rico como pocos, que, hoy leído, sigue sorprendiéndonos, sugiriéndonos y estimulando mil ideas en nuestras percepciones de hombres pasmados por los trending-topics y los smartphones. El resultado final es un todo que fluye y emociona como sólo sucede con los elementos de la naturaleza, de los que se convierte en un trasunto artístico: cambiante y bello, como ellos, a cada momento.
Todo esto de debe al talento y la sensibilidad de un músico y de un libretista que colaboraron hace más de dos siglos, y de cuya maestría hoy seguimos hablando en términos de absoluta admiración. Refiriéndonos a Mozart, en concreto, sólo puede recordarse lo que de él dijo Eugenio Trías: “Conocía el carácter superior de su música. Sabía que no tenía rival”. Por eso, cuando hoy en día tanto se cuantifica y encomia la labor de los directores de escena, me acomete cierta duda. Nadie niega su mérito como traductores o intérpretes visuales de estas grandes obras heredadas del pasado. Pero, por fuerza, uno se cuestiona: ¿No será que cuando el propio Haneke, o cualquier otro director escénico, recurre a una obra así, es porque quiere crecer a la sombra del talento de los antiguos maestros? ¿O por ser más preciso, y quizá justo, mantener la única actitud que cabe adoptar ante una muestra de tamaña genialidad: beber de ese talento, admirarlo y cantarlo una y mil veces, reconocer embargado su eterna supremacía en el orden de la creación humana?
Fotografías del ensayo general de "Così fan tutte", tomadas por Javier del Real (EFE) y publicadas por: El País
1 comentario:
Está claro que el autor es el genial Mozart. Pero Haneke es el que está vivo para ser entrevistado.
Me ha gustado tu reflexión.
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