domingo, 27 de enero de 2013

"RAYUELA", ALMACÉN DE PALABRAS



           Rayuela de Julio Cortázar, antes que por su atrevimiento formal y estructural, por su archiconocido tablero de dirección, o por la bohemia pintura que traza de escenarios y personajes, destaca por ser, para mí, un gran pozo lingüístico, y un espectacular almacén de palabras. Si me permitís, me explicaré en pocas líneas.

En la década de los 60 del siglo pasado, y con muy corta separación en el tiempo, vieron la luz las dos obras que hoy consideramos buques insignia de la narrativa latinoamericana y, por ende, del español contemporáneo: una es la mencionada Rayuela, publicada en 1963; y la otra, cómo no, Cien años de soledad, lanzada por la Editorial Sudamericana en 1967. Son dos novelas tótem y referenciales, a las que une, aunque desde un enfoque bien distinto, una misma voluntad de trascendencia. Así, si en “Cien años de soledad”, García Márquez se propuso escribir “la novela donde ocurriera todo”, y a buena fe que lo consiguió a base de la elaboración virguera de la trama y del despliegue mitológico en el tiempo de las sucesivas generaciones de Buendía, en Rayuela, Cortázar se propone otro imposible y también lo consigue: subsumir en un único texto todo el lenguaje que él, autor de relumbre, conocía y manejaba, en todos sus rangos y dimensiones.

           En efecto, en Rayuela se pueden encontrar términos y expresiones de todos los niveles y campos de significación de una lengua. Parece como si Cortázar hubiese querido dejar por escrito su mejor legado como hombre de letras: todo un repositorio de palabras. Así, encontramos, junto a las hermosas de base castellana (algunas tan viejas y señeras como añagaza, recova, cuantimás o arqueo), otras propias del español rioplatense o del lunfardo, la lengua propia de las clases populares de Buenos Aires. Nos enteramos pues de que, por aquellas latitudes, tricota es jersey, mamadera es biberón, irse al tacho es morirse, rengo es cojo y fiaca es pereza. Incorpora también una buena dosis de latinismos y tampoco se olvida de los términos científicos y filosóficos, muchos de la tradición clásica (ethos, ataraxia, gnosis), otros tomados de las hoy llamadas ciencias de la vida o la salud (borborigmo, escolopendra, beriberi, mescalina), y otros robados de las culturas orientales (vedanta, mántica, mandala, satori). Por no hablar de los numerosos extranjerismos, nombres y frases completas en otros idiomas; aprendemos entonces qué tipo de salchicha es una chipolata, cómo de amargo es el repollo sauerkraut o qué suerte de bribón es un furfante. Y por supuesto, la gran especialidad de don Julio: las palabras inventadas, de la que el mayor ejemplo lo constituye toda la jitanjáfora del capítulo 68.


Pero la originalidad de Rayuela no radica únicamente en la terminología y en los planteamientos lingüísticos, sino quizás en la manera en que ambos son estructurados y presentados por su autor. Por así decir: en el arrumaje que lleva a cabo con ese cuerpo de vocabulario. Por momentos creemos que Cortázar es un reponedor altamente cualificado de un supermercado, o bien un estibador que distribuye con arte y maestría la carga en un buque. No en vano, para muchos es el primer e insuperado escritor posmoderno: parte del caos, de la fragmentación, del totum revolutum de nuestro mundo y, a través de las técnicas del collage, la fusión y la yuxtaposición, entre otras, elabora los más sorprendentes discursos literarios: notas al pie, citas, prontuarios, relaciones de asuntos (como las corporaciones del cap. 133), narraciones que son en sí mismas cuentos (el concierto de Berthe Trépat del cap. 23), cartas conmovedoras (como la que la Maga dedica a su bebé Rocamadour en el cap. 32), junto con las famosas morellianas de los capítulos [im]prescindibles, o las apostillas y comentarios a las propias morellianas (cap. 95)… etcétera, etcétera.

Jean Franco afirmaba en su Historia de la literatura hispanoamericana que “en cierto sentido, Rayuela es la Enciclopedia al revés”, y no le faltaba razón. Si, en su caso, la obra de Diderot y D’Alambert pretendía iluminar todos los campos del saber de su siglo o, en el ámbito hispano, el diccionario de la RAE sentar cátedra sobre cada uno de los significados y acepciones en la lengua de Cervantes, Cortázar trata de reconstruir el conocimiento desde una perspectiva que no puede ser más actual: un universo disgregado, abierto, en constante refutación, que responde mejor a la filosofía de Google, la Wikipedia o Evernote, que a las de esos otros poderosos, e indudablemente bellos, instrumentos heredados. De hecho, muchos de los vocablos de Rayuela, no aparecen aún en la RAE, y hemos de recurrir a Google o a la Wikipedia si queremos saber qué clase alter ego maligno es un doppelgänger o qué fabulosa apariencia puede tener un catoblepas. Pienso que Cortázar hoy amaría estas herramientas tanto o más que nosotros, pues ambas parecen invenciones suyas.

1 comentario:

Bethania Guerra dijo...

Me encanta tu exquisito acercamiento a ese hervidero de vocablos que es la literatura... Enhorabuena.