Arranca con sugerente brío esta Alcina del Real. Las melodías fugitivas
de la sinfonía de apertura de Handel pronto nos sitúan en el punto de partida
de una mágica historia: un mar, unos peñascos, las costas de una isla, a la
sazón encantada, a la que llega un barco en misión de rescate. Al igual que la
isla de Eea, habitada por la diosa Circe de la Odisea, la de la hechicera Alcina está poblada de bosques,
afluentes, rocas y animales, que no son sino el producto de los encantamientos
de su caprichosa inquilina: cuando Alcina se harta del disfrute sensual de sus
amantes, los convierte en seres, vivos o inanimados, a los que desecha, como
colección de fetiches amorosos. Pero Alcina ha dado con uno que se le resiste en
parte: el caballero Ruggiero, a quien mantiene en cautiverio, si bien no del
todo cautivado. Para rescatarlo de su prisión y de su impuesto olvido, arriban
a la isla su prometida Bradamante, travestida como Ricciardo, y el tutor de
esta, Melisso. Siguiendo la despistada estela de sus protagonistas, pronto
accedemos a las heredades de la bruja. Allí se nos abre un telón, la boca de un
escenario, un pequeño teatro de variedades… Sentadas están todas la bases para
la función de magia que ha de tener lugar.
Nos cuentan que Händel, ya establecido en
la corte británica y en el competitivo ambiente teatral de su capital, Londres,
estrenó Alcina en 1735 como una de
sus más ambiciosas óperas de temática “seria”, mitológica, por más señas. La
obra no defrauda en ese sentido: gran ópera, por planteamiento y extensión;
casi tres horas de función del taumaturgo George Friedrich. Y es que, una vez
abierto el telón del teatrillo, no dejan de surgir de él, uno tras otro, los
números de ilusionismo. Una sucesión vertiginosa de arias, dúos, escenas
concertantes y cuadros de ballet, intercalados con breves recitativos, que van
a aderezando el espectáculo de ficciones que constituye la trama de Alcina. El maestro se sirve de todos sus
trucos para llevar a buen puerto la empresa. Para el armazón dramático, se vale
de un libreto anónimo, probablemente rematado por él mismo, inspirado en uno de
los episodios del famoso poema Orlando
furioso (1516) de Ludovico Ariosto. Para la partitura, de toda su sabiduría
musical, aquilatada en buena parte de las Cortes europeas, que se sintetiza en
un sólido y muy expresivo empleo de la orquesta, con su sección de cuerda al
frente, y en una variedad de armonías y ritmos, muchos de ellos con origen en
danzas populares. El resultado final es un inmenso retablo barroco de engaños, hechizos
y pasiones que asombra y confunde a partes iguales. Los siete protagonistas de
la ópera consienten en dejarse arrastrar por el diabólico embrujo de la isla y
entran en ese juego de espejismos, como en una novela de caballerías de las que devoraba el hidalgo Alonso Quijano. Las personalidades y los sentimientos se
trastocan velozmente, sin dar tiempo al espectador a asimilar el enredo.
En el frenesí del show, hay momentos para todo: desde la agilidad vocal de las arias
de Alcina, pasando por la viveza de tantos ritornelos instrumentales, hasta el reposo
que transmite la suave melancolía de algunos pasajes. De repente, el maremagno
se detiene y, en escena, tiene lugar un maravilloso coloquio entre instrumentos
y voces: así, entre el violín y Morgana, en “Ama, sospira”; entre el
cello y Morgana de nuevo, en “Credete al
mio dolore”; o el juego de ecos entre las flautas y Ruggiero, en “Mio bel tesoro”. Precisamente es este
personaje, junto con el de la maga, quien sostiene un papel más complejo y
poliédrico. Originalmente pensado para ser cantado por la voz estelar de un
castrado, como era el uso de la época, interpreta una de las melodías más
sencillas y bellas de la ópera: “Verdi
prati”, en la que se advierte el gran poso de la herencia italiana en
Händel. ¡Delicia del oído y de la percepción escucharla!
En todo ese trazado, ya de por sí excesivo
para los sentidos, la propuesta escenográfica de David Alden, incide en acentuar
el desbordamiento. Del teatro casi de vodevil del comienzo, se van precipitando
las mutaciones, y el escenario acaba convertido, por momentos, en una especie
de zoológico o en una suerte de gabinete del doctor Frankenstein. Hay grandes
aciertos en alguno de los cuadros, así los guiños continuos al cabaré, o la perspectiva
desencajada de puertas por las que, como de un reloj de cuco, van apareciendo y
despareciendo los transmutados personajes. Sin embargo, el recurso a los bungalows y al “sueño americano” del
último acto se nos antoja descabalado. Un reparto excelente, en todas las
voces, contribuye a dotar de sentido a este fárrago de efectos y sensaciones
que es, en sí, la ópera Alcina, y
que, a la manera napolitana, se cierra con la ruptura de todo el encantamiento y
la vuelta a una realidad tal vez demasiado monótona, tanto para sus
protagonistas como para el espectador.
[Imágenes tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 27 de octubre al 10 de noviembre de 2015]
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