Así como de ciertas
obras maestras se puede, siempre de forma muy sintética, aventurar cuál es su
esencia, aquel rasgo principal que las distingue y les confiere determinado
carácter, de Rigoletto, decimosexta
ópera de Verdi y su primer éxito arrollador, resulta muy complicado establecer
tal precisión. De ella se puede afirmar, eso sí, y con total seguridad, su
brillo, su aureola, su popularidad inextinguible. No en vano, su melodía más
famosa, la archiconocida “La donna è mobile”, es de las pocas “canciones” que
han aguantado más de siglo y medio en la memoria y la garganta del público.
Cualquier profano, desde un consejero delegado de la City londinense, a un
repartidor de pizzas de un arrabal palermitano, la ha oído y, me atrevería a
decir, podría entonarla, con mayor o menor tino. Ni los grandes reyes del pop
sueñan con un legado así, es un hit
insuperable.
Pero, más allá de este
acierto descomunal para una obra de la tradición “clásica”, ¿cuál es el rasgo
definidor de Rigoletto…? ¿Una
historia de siniestras pasiones y conjuros? ¿Un thriller psicológico y
familiar? ¿Una tragedia sobre la injusticia social y el enfrentamiento entre
poderosos y oprimidos? ¿Un cuadro de cierta corte lujuriosa y donjuanesca? ¿El
retrato de un ser deforme que oculta un gran secreto? ¿La conmovedora relación
entre un padre y una hija? ¿La perdición por el amor…? Ninguno de esos epígrafes
sirve para dar con la esencia de Rigoletto,
si bien todos apuntan trazos característicos respecto a un drama musical que, 162
años después de su estreno en el Teatro La Fenice de Venecia, no deja de
alimentar nuestra emoción.
Solo si la
aproximación se efectúa en clave artística, como estructura y asombrosa pieza
de labor musical, es factible intuir el alma esquiva de Rigoletto. Se trata de una ópera, desde luego, es decir, un drama
cantado con el acompañamiento de una orquesta y en base a un texto dividido en actos
y escenas, según la costumbre de la época. Nada nuevo tampoco. La esencia de Rigoletto, sin embargo, es justamente su
cualidad de engranaje, de mecanismo perfecto. Todo en ella cumple función de
reloj: cada aria, cada pasaje instrumental, cada intervención del coro, cada
dúo, trío y cuarteto, cada efecto sonoro o textual, es una pieza de carillón
que se inserta de forma pasmosa en su carcasa musical. Y lo hace a ritmo
vertiginoso: en Rigoletto, las
manillas que cuentan no son las de las horas, sino las de los minutos y
segundos. Es maravilloso comprobar como, a pesar de que la diferenciación de
los números musicales (tan propia la tradición italiana heredera de Rossini y del
bel canto) en recitativos - arias - cabalettas, etc., sigue estando presente
en cierta manera en la obra, tal delimitación apenas se percibe en el conjunto
de la escucha. Las partes pierden relevancia individual y cada elemento se integra
en la composición con vistas a cumplir un programa, una especie de mascletá sonora.
El tema de la maldicione abriendo y cerrando las
partes esenciales del drama, así como la propia “La donna è mobile”, que se escucha por tres veces en el
último acto, son en realidad motivos, al estilo de la ópera germánica, si bien
con una lumbre muy italiana… Son los toques de cuartos o de hora del reloj. Como
decimos, no hay lugar para el resuello en Rigoletto.
Así, a los momentos de introspección de los personajes, tenebrosos algunos,
ensoñadores otros, les suceden escenas trepidantes o de gran intensidad
dramática: todo el cuadro inicial en la corte del Duque de Mantua, tan malicioso
y bufonesco, con los ritmos bailables de fondo, se ve interrumpido de repente
con la brusca aparición de Monterone y su celebrada maldición sobre Rigoletto;
al monólogo sombrío de Rigoletto en el primer acto “Pari siamo!” sigue un dúo
de gran viveza y belleza con su hija
Gilda; al aria embelesada de Gilda, “Caro nome”, le sucede la violenta
aparición de los cortesanos para raptarla, con una generación de suspense
verdaderamente maestra. Y así, uno tras otro, todos los números de la ópera,
sin solución de continuidad, hasta llegar al último y escabroso acto, el que
podríamos considerar retablo mayor del quehacer verdiano, donde todas las
pasiones se mezclan y estallan en medio la noche, en el marco de una sórdida taberna:
el amor, la lujuria, el horror, la tormenta, la sangre, el río, el saco...
¿Cuál es el motor de
toda esa maquinaria?, cabría preguntarse. Ni más ni menos que el drama del ser
humano, en toda su amplia contradicción, mágicamente sintetizado y musicalizado
por Verdi. ¿Y el lubricante para transmitirlo? Una orquesta que se olvida del bombo
y del platillo, y que apuesta por su sección de cuerda, para proyectar el vibrante
impulso de la pasión. Nunca el maestro de Busetto nos la había transmitido con
tal intensidad. Su apuesta es un verdadero resorte dirigido a nuestro corazón.
La presente producción
del Teatro Real de Madrid, estrenada el pasado día 30 de noviembre y que estará
en cartel hasta el 29 de diciembre, presenta sombras y luces en lo vocal, así
como en el planteamiento teatral, del que son responsables director de escena
David McVivar y el escenógrafo Michael Vale. Resultan, más que obscenos,
gratuitos, el desnudo y violación simulada del primer acto, por mucho que la
música arrebatadora de “Questa o quella” pueda sugerir condescendencia con el
instinto libidinoso. Muy lograda, sin embargo, la escenografía giratoria que
sirve igual para el exterior del palacio ducal, como para el refugio de Gilda,
luego aprovechada como taberna en el cuarto acto; una alegoría de los rostros
enfrentados del drama. En el plano de la interpretación, mejora el desempeño de
los cantantes y de la orquesta conforme avanza la ópera, como si el reloj
anduviera falto de lubricación en los primeros compases. Espléndida la Gilda de
Lisete Oropesa, y correctos en sus retos vocales Luca Salsi como Rigoletto y
Franceso Demuro como el Duque, quienes cantaron los papeles principales en la
función del día 2. En conjunto, una aproximación, dentro de un enfoque poco contestatario,
a una ópera que es, en sí, un regalo para el oído y para la percepción. Dice el
programa de mano del Real que Verdi luchó hasta el final para que la censura no
castrase su idea original. El resultado de su empeño es una obra que, hoy
escuchada, nos da la sensación de un magnífico logro creativo. Un prodigio de
la emoción y de ese arte engarzado del sonido en el ritmo que es la música.
Reseña publicada originalmente en Culturamas
[Imágenes tomadas de la
producción del Teatro Real de Madrid, del 30 de noviembre al 29 de diciembre de
2015]
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