Un magnetófono
desciende con aplomo desde las alturas del Teatro Real. Una penumbra en la que,
solo al cabo de un rato, se distingue la figura de un poderoso animal, enmarca el
descenso. El magnetófono se detiene a media altura, sobre la boca del
escenario, y se activa: corre por sus bobinas la cinta magnética. Se escuchan
los primeros acordes y unos coros enigmáticos. La cinta llega hasta el pie del
escenario, donde es recogida por un impávida silueta enchaquetada, que resulta
ser, nada más ni nada menos, que el Moisés de la Biblia. Se produce entonces la
revelación del mensaje divino al profeta: ha de liberar al pueblo de Israel del
cautiverio del Faraón. Es la representación moderna del arbusto en llamas del
Éxodo, símbolo de Yahvé. El nuevo dios es único, eterno, omnipresente,
invisible e irrepresentable. Moisés se halla ante un gran dilema: él es el
receptor de la idea, de su esencia, aunque se reconoce limitado para comunicarla.
Posee el pensamiento, pero le falta la palabra. Para transmitirla adecuadamente
al pueblo, ha de recurrir a su hermano, el sacerdote Aarón, que goza justo de
ese don.
Este es el punto de
partida de Moses und Aron, la
rupturista ópera que el músico austriaco de origen judío Arnold Schönberg
compuso entre 1930 y 1932, y que no llegó a completar sino en sus dos primeros
actos, tras su exilio forzoso en los Estados Unidos por el ascenso de los nazis.
La obra es transgresora en forma y fondo, y solo ahora se ha estrenado en
versión escénica en Madrid. Schönberg la compuso siguiendo estrictamente los
postulados de la escuela dodecafonista, que negaban la tonalidad tradicional de
la música culta y popular, y articulaban toda la composición en torno a una serie
preestablecida de doce sonidos, así como de sus variantes: invertida,
retrógrada y retrógrada-invertida. El tema último de la obra, sobre el gran
retablo del relato bíblico, es precisamente ese: la antítesis, la imposibilidad
de consorcio entre la idea, el pensamiento puro, por una parte, y su plasmación
a través de formas, imágenes, símbolos o palabras, por otra. El eterno debate
de tantos filósofos que se halla en la raíz de la propia creación artística. En
la segunda escena de la ópera, los dos hermanos se encuentran en el desierto y
polemizan acerca de cómo transmitir el mensaje divino al pueblo que, en su
informidad de masa, los contempla a cierta distancia.
Para ocasión tan
señalada como la de su estreno en el coso madrileño, el Real ha recurrido a la
producción de la Ópera de la Bastilla de París, con la factura de un grande de
la dramaturgia y de la iluminación actuales: el italiano Romeo Castellucci. Su
planteamiento no puede ser más auténtico y, por momentos, agresivo, en lo
radical de su enfoque. Castellucci nos planta cara a cara con un drama
intelectual de gran violencia implícita y, como si de una declaración de guerra
se tratara, recurre al combate de mundos enfrentados y casi incompatibles sobre
el escenario. Así, a la aparición de diversos elementos tecnológicos o de
estética cibernética, que descienden siempre de las alturas, como el citado
magnetófono, cápsulas, engranajes motorizados o neones, se contrapone la
presencia de las fuerzas brutas de la naturaleza, simbolizadas en el gran toro
que ha levantado la polémica del montaje: Easy Rider, un semental de 1.500
kilos que se desempeña sobre las tablas del Real como un figurante más.
La disputa se
traslada a los decorados, al atrezo y a los colores. El primer acto se
desarrolla todo él a ambos lados de un estor transparente en la boca del
escenario, que simula la calima cegadora del desierto. Priman las formas
suaves, blandas y azuladas. El segundo, en cambio, es el reino de los oscuro y
coincide con el despliegue de las danzas orgiásticas de la partitura de
Schöenberg, cuando el pueblo israelita se deja arrastrar hacia la adoración de
los viejos y nuevos tótems: el Vellocino de Oro, convertido en toro descomunal,
en contraste con la fragilidad de un cuerpo desnudo de mujer. Una pintura
negra, densa como alquitrán, se vierte una y otra vez sobre los blancos
vestidos, sobre las flores y hasta sobre la grupa del gran toro. Es el símbolo
de lo más atávico y ritual de la naturaleza humana; sangre e inmolación.
En la parte vocal, los
papeles protagonistas no son ajenos a la contienda: Moisés, en la voz del
bajo-barítono Albert Dohmen, no canta en realidad, sino que se maneja siempre
dentro del registro declamado. Aarón, por el contrario, en la voz de John
Graham-Hall, es el dueño de la palabra, y por tanto del canto, y presenta la
línea de un tenor heroico. El coro, espectacular en todo momento, enmarca y
remarca los lances de esta batalla sobre los fundamentos mismos del arte y de
la comunicación. “¡Oh, palabra; tú, palabra que me faltas!”, grita Moisés,
aparentemente derrotado, al final de la representación…
Reseña publicada originalmente en Culturamas (2/06/2016)
Fotografías tomadas de la
producción del Teatro Real de Madrid, del 24 de mayo al 17 de junio de 2016
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