Parsifal
(1882), el gran drama testamentario de Wagner, así como la
más ambigua y mística de sus obras, se abre con un largo, hermosísimo preludio
que resonaba en su función de estreno en el Teatro Real, el pasado día 2, con singular
belleza. Sombrío, nostálgico, sereno, cálido, pausado, misterioso, omnipotente…
todos estos adjetivos le serían aplicables, como lo serían, asimismo, a la
revelación de un secreto de confesionario o, por escalar de categoría, a una
verdad apostólico-musical. En el majestuoso preludio aparecen ya tres de los
motivos que sustentan toda la ópera: el llamado de la Eucaristía o de la Última
Cena, primero en escucharse en su mágica amplitud; el del Grial, descendente y
con leves resonancias marciales; y el conocido como motivo de la fe, basado en
una melodía de un coral alemán, ascendente y espiritual.
De esta manera, susurrante y solemne,
se da paso a la descomunal propuesta: casi cinco horas de música, divida en
tres actos que, para un profano en el mundo operístico, y en Wagner particularmente,
podrían suponer una suerte de barrera infranqueable. Pero la música fluye, pese
a su temeraria extensión, y va colándose en los oídos de los asistentes con
aplomo natural. Esa eterna repetición de motivos, esa elección tonal jamás
resuelta, la tónica que nunca llega, tan característica del maestro teutón, va
permeando los sentidos del público y este acaba por rendirse y comulgar con la
barbaridad del planteamiento. Acaba por asumir la estética y la fe de la
megalomanía; y sintiéndose embargado al hacerlo.
Se ha hablado recurrentemente de
Parsifal como una obra polémica en la producción wagneriana, sobre todo en lo
referente a su temática cristiana, uno de los rasgos que mayores críticas le
valió en su tiempo, comenzando por la de Friedrich Nietzsche, quien acusó al
compositor de decadente y pusilánime por haber abanderado los
dogmas de la fe en su última criatura. Cierto es que el libreto del propio
Wagner ahonda en símbolos tan cristianos como el Viernes Santo, la Última Cena,
la Paloma, el sagrado cáliz o la lanza que abrió el costado de Cristo. Cierto
igualmente que, en las voces de sus protagonistas, resuenan una y otra vez
conceptos ligados al Cristianismo y a su moral, como son los de expiación,
redención o compasión... Pero al mismo tiempo, Wagner utiliza el subterfugio de
las leyendas medievales para compensar el peso de todo el orbe religioso.
Bosques, lagos, castillos, hechizos, mujeres en flor y mágicos bebedizos cohabitan
ese reino de asombroso misticismo.
Así, basándose en el poema medieval Parzival de Wolfram von Eschenbach (ca.
1170-1220), la opera plasma la leyenda de la famosa orden de caballería del
Santo Grial, encargada de custodiar dos reliquias sin par: el cáliz de la Última
Cena, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo una vez
crucificado, y la lanza con que fue sajado. Esta ha desaparecido a manos del
hechicero Klingsor, quien había tratado de ingresar en la orden sin éxito a
causa de su lascivia. A consecuencia de ello, el gran guardián de la orden,
Amfortas, sufre una herida incurable en el tórax, de la que no deja de manarle
sangre. Gurnemanz, caballero veterano de la orden, cuenta en el primer acto que
solo un inocente, capaz de alcanzar la sabiduría por medio de la compasión, podrá
recuperar la lanza y sellar la herida por siempre. Ese inocente será Parsifal,
y llevará a cabo su misión no sin encarar pruebas y tentaciones inhumanas, como
el reclamo de las muchachas en flor en el castillo de Klingsor, el beso
perturbador de la tigresa Kundry, o la maldición que esta le lanza de errar eternamente
en su viaje de regreso a Montsalvat (la expiación particular de Parsifal).
La música de Parsifal nos enfrenta a ese mundo antagónico entre el pecado, la
lujuria y la culpa, de una parte; y la compasión, la sabiduría y la redención,
de otra. Asistir a las cuatro horas largas de ópera es una especie de
peregrinaje musical hacia los fundamentos del arte wagneriano. Transitamos por
su universo de motivos, por sus tonalidades irresueltas y en conflicto, igual
que lo hace el coro en procesión de los tullidos caballeros del Santo Grial,
encabezados por Parsifal, en el segundo acto de la obra; un largo, extenuante
caminar hasta recobrar el aliento de los bosques de Montsalvat y la luz
balsámica del Viernes Santo.
El presente Parsifal del Teatro Real es una coproducción de la Ópera de Zurich
y del Teatro del Liceo de Barcelona, comandada en lo musical por Semyon Bychkov
y Paul Weigold, quienes se reparten las funciones, y en lo teatral por el
director de escena Claus Guth y el escenógrafo Christian Schmidt. Aciertan
ambos en su diseño, al presentarnos una escenografía giratoria con tres grandes
espacios, a modo de sectores circulares, que van conformando los diferentes
ambientes de la ópera. La comunicación entre ellos fluye a través de
portezuelas a diferentes niveles, así como del giro acompasado de todo el
engranaje del escenario. En momentos particulares, se proyectan vídeos sobre
una fina pantalla en el telón de boca con imágenes alusivas a éxodos, caminos y
caminantes. En las voces, destaca la corrección estilística del Parsifal de
Christian Elsner; la firmeza y poderío vocal del Gurnemanz de Franz-Josef
Selig; y la diabólica interpretación de Anja Kampe en el papel de Kundry, tan
perverso y sensual, como tierno y bondadoso. Magníficos el coro y orquesta titulares
del Teatro, poniendo el broche de oro al reparto y a toda la función.
Reseña publicada originalmente en Culturamas (8/4/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 2 al 30 de abril de 2016
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