lunes, 18 de abril de 2016

"PARSIFAL", LA ANTAGONÍA MÍSTICA

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Parsifal (1882), el gran drama testamentario de Wagner, así como la más ambigua y mística de sus obras, se abre con un largo, hermosísimo preludio que resonaba en su función de estreno en el Teatro Real, el pasado día 2, con singular belleza. Sombrío, nostálgico, sereno, cálido, pausado, misterioso, omnipotente… todos estos adjetivos le serían aplicables, como lo serían, asimismo, a la revelación de un secreto de confesionario o, por escalar de categoría, a una verdad apostólico-musical. En el majestuoso preludio aparecen ya tres de los motivos que sustentan toda la ópera: el llamado de la Eucaristía o de la Última Cena, primero en escucharse en su mágica amplitud; el del Grial, descendente y con leves resonancias marciales; y el conocido como motivo de la fe, basado en una melodía de un coral alemán, ascendente y espiritual.

De esta manera, susurrante y solemne, se da paso a la descomunal propuesta: casi cinco horas de música, divida en tres actos que, para un profano en el mundo operístico, y en Wagner particularmente, podrían suponer una suerte de barrera infranqueable. Pero la música fluye, pese a su temeraria extensión, y va colándose en los oídos de los asistentes con aplomo natural. Esa eterna repetición de motivos, esa elección tonal jamás resuelta, la tónica que nunca llega, tan característica del maestro teutón, va permeando los sentidos del público y este acaba por rendirse y comulgar con la barbaridad del planteamiento. Acaba por asumir la estética y la fe de la megalomanía; y sintiéndose embargado al hacerlo.

Se ha hablado recurrentemente de Parsifal como una obra polémica en la producción wagneriana, sobre todo en lo referente a su temática cristiana, uno de los rasgos que mayores críticas le valió en su tiempo, comenzando por la de Friedrich Nietzsche, quien acusó al compositor de decadente y pusilánime por haber abanderado los dogmas de la fe en su última criatura. Cierto es que el libreto del propio Wagner ahonda en símbolos tan cristianos como el Viernes Santo, la Última Cena, la Paloma, el sagrado cáliz o la lanza que abrió el costado de Cristo. Cierto igualmente que, en las voces de sus protagonistas, resuenan una y otra vez conceptos ligados al Cristianismo y a su moral, como son los de expiación, redención o compasión... Pero al mismo tiempo, Wagner utiliza el subterfugio de las leyendas medievales para compensar el peso de todo el orbe religioso. Bosques, lagos, castillos, hechizos, mujeres en flor y mágicos bebedizos cohabitan ese reino de asombroso misticismo. 


Así, basándose en el poema medieval Parzival de Wolfram von Eschenbach (ca. 1170-1220), la opera plasma la leyenda de la famosa orden de caballería del Santo Grial, encargada de custodiar dos reliquias sin par: el cáliz de la Última Cena, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo una vez crucificado, y la lanza con que fue sajado. Esta ha desaparecido a manos del hechicero Klingsor, quien había tratado de ingresar en la orden sin éxito a causa de su lascivia. A consecuencia de ello, el gran guardián de la orden, Amfortas, sufre una herida incurable en el tórax, de la que no deja de manarle sangre. Gurnemanz, caballero veterano de la orden, cuenta en el primer acto que solo un inocente, capaz de alcanzar la sabiduría por medio de la compasión, podrá recuperar la lanza y sellar la herida por siempre. Ese inocente será Parsifal, y llevará a cabo su misión no sin encarar pruebas y tentaciones inhumanas, como el reclamo de las muchachas en flor en el castillo de Klingsor, el beso perturbador de la tigresa Kundry, o la maldición que esta le lanza de errar eternamente en su viaje de regreso a Montsalvat (la expiación particular de Parsifal).
 
La música de Parsifal nos enfrenta a ese mundo antagónico entre el pecado, la lujuria y la culpa, de una parte; y la compasión, la sabiduría y la redención, de otra. Asistir a las cuatro horas largas de ópera es una especie de peregrinaje musical hacia los fundamentos del arte wagneriano. Transitamos por su universo de motivos, por sus tonalidades irresueltas y en conflicto, igual que lo hace el coro en procesión de los tullidos caballeros del Santo Grial, encabezados por Parsifal, en el segundo acto de la obra; un largo, extenuante caminar hasta recobrar el aliento de los bosques de Montsalvat y la luz balsámica del Viernes Santo.

El presente Parsifal del Teatro Real es una coproducción de la Ópera de Zurich y del Teatro del Liceo de Barcelona, comandada en lo musical por Semyon Bychkov y Paul Weigold, quienes se reparten las funciones, y en lo teatral por el director de escena Claus Guth y el escenógrafo Christian Schmidt. Aciertan ambos en su diseño, al presentarnos una escenografía giratoria con tres grandes espacios, a modo de sectores circulares, que van conformando los diferentes ambientes de la ópera. La comunicación entre ellos fluye a través de portezuelas a diferentes niveles, así como del giro acompasado de todo el engranaje del escenario. En momentos particulares, se proyectan vídeos sobre una fina pantalla en el telón de boca con imágenes alusivas a éxodos, caminos y caminantes. En las voces, destaca la corrección estilística del Parsifal de Christian Elsner; la firmeza y poderío vocal del Gurnemanz de Franz-Josef Selig; y la diabólica interpretación de Anja Kampe en el papel de Kundry, tan perverso y sensual, como tierno y bondadoso. Magníficos el coro y orquesta titulares del Teatro, poniendo el broche de oro al reparto y a toda la función. 

Reseña publicada originalmente en Culturamas (8/4/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 2 al 30 de abril de 2016




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