domingo, 22 de enero de 2017

“EL HOLANDÉS ERRANTE”, FORTALEZA FLOTANTE



La primera de las óperas maduras de Wagner se abre con dos navíos a merced de un mar en furia. Junto al buque del capitán Daland, recién fondeado en un fiordo de la costa noruega tras un violenta tempestad, atraca otro buque fantasmagórico. De su cubierta desciende un individuo de semblante sombrío… Un hombre ataviado a la antigua usanza española que huye de una maldición sobre él vertida de navegar eternamente y al que solo se le permite pisar tierra cada siete años, en busca (o a la caza) de una mujer que lo redima por medio de un amor puro e incondicional… ¡El holandés errante!

La conmoción del cuadro de temporal con que arranca la ópera se transmite magistralmente a la obertura: las embestidas de las olas, las trombas de agua, el aullido del viento, los gritos de los marineros ya a salvo… Y la escenografía de la Fura del Baus para la presente coproducción internacional, que se asoma por el Teatro Real hasta el próximo 3 de enero, acierta de lleno en el planteamiento visual de partida: un abismo de oscuridad y la proa de un gran barco surcándolo, sacudida por la mar gruesa. Pero pronto ese escenario de tormenta amaina en la penumbra. La acción parece encallar en tierra firme y, mientras el barco es reparado en el dique seco, nos adentramos en el terreno no menos turbulento de los símbolos y de lo onírico: el coro de hilanderas con sus ruecas, como Penélopes a la espera de sus Ulises; el retrato del holandés, al que la hija de Daland, Senta, canta su famosa balada germen, según confesaba el propio Wagner, de la mayor parte de los motivos de la ópera; la pesadilla del prometido oficial de Senta, el cazador Erik, que teme verla desaparecer en brazos del navegante…


El asunto de fondo de un drama tan metafórico como El holandés errante (1843) está muy en consonancia con la naturaleza del mar. Las aguas se agitan siempre en busca de reposo. La errancia no se debe a una travesía sin rumbo, sino más bien a una exploración infructuosa. Del mismo modo, ninguno de los personajes principales de la obra parece conforme y en paz con su destino. En todos ellos se despliega el ansia de lo inalcanzable. Daland codicia el dinero que no posee; el holandés, la calma de abandonar su eterna navegación; Senta, la vibración de un amor no convencional; Erik, la senda estable del matrimonio…

Y esta filosofía de lo insatisfecho cabría aplicarse a la propia música de Wagner, siempre impulsada por su dinamismo de motivos y tonalidades sin resolver. Sin embargo, en el El holandés, tenemos la impresión de que el maestro encuentra firmes apoyos como compositor. La partitura es tremendamente consistente en sus hallazgos musicales. Lo mejor de su producción posterior ya está presente en ella y el reparto del Real, con unas excelentes voces wagnerianas, una dirección orquestal precisa a cargo de Pablo Heras-Casado y un coro impresionante en su desempeño, no hace sino poner de relieve la contundencia de este fortín musical.


Así, concluida la representación, nos asalta una duda: ¿y si al buque del capitán Daland, en vez de atracar junto a él un buque fantasma, viniera a visitarlo una fortaleza flotante? Un castillo que surcara las aguas a la deriva y por cuyo puente levadizo descendiera a tierra su señor y capitán: música y drama de la mano, en busca del arte total.

  
Reseña publicada originalmente en Culturamas (30/12/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 17 de diciembre de 2016 al 3 de enero de 2017

domingo, 15 de enero de 2017

TE SUGIERO... "EL RETRATO DE DORIAN GRAY"


Hay lecturas de clásicos que impactan a uno y le hacen preguntarse por qué las aplazó por tan largo tiempo. “El retrato de Dorian Gray” (The Picture of Dorian Gray), fruto del genio transgresor de Oscar Wilde, es una de ellas. Publicó la novela por primera vez en 1890 y, ante los ataques feroces que sufrió de la crítica por su inmoralidad, quiso completarla y le añadió un prólogo que nada o todo tenía que ver con la obra, pues es un manifiesto artístico en toda regla. Todas las vanguardias y aspirantes a artistas durante el siglo XX beberán de este prólogo, compuesto de certeros y brillantes aforismos: “Ningún artista tiene simpatías éticas. [...] Ningún artista es morboso jamás; el artista puede expresarlo todo. [...] Todo arte es completamente inútil”. Perlas que sirven para entender el alcance de la novela a la que el lector se enfrenta.

Una historia de suspense ambientada en la corrompida Inglaterra victoriana, la cual despliega, en torno a su magistral trama, una recreación del mito de Fausto, a la par que una reflexión simbólica sobre todo tipo de belleza, la artística y también la humana; encarnada esta en la diabólica juventud de su personaje central, el hedonista y narcisista Dorian Gray. Asimismo, un alegato sofisticado del mundo homosexual del que su autor formaba parte y por el que fue condenado a prisión poco después. 


Una novela, en suma, suntuosa, elegante, ágil y terrorífica, con un desenlace redondo, tan propio de la mitología clásica como de un thriller de Hollywood.

martes, 6 de diciembre de 2016

“LA CLEMENZA DI TITO”, UNA ÓPERA CORTOCIRCUITADA




El último encargo operístico que Mozart recibió en vida fue un drama serio de ambientación clasicista con vistas a ser estrenado en la coronación del rey de Bohemia Leopoldo II. El plazo para la entrega de la obra era tan extremadamente apurado que, con anterioridad a él, la competencia directa, Salieri, ya había tenido que declinarlo. Acuciado por las penurias económicas, así como por su debilidad física, el genio de Salzburgo lo asumió, a la par que remataba otras dos de sus obras postreras y más aclamadas, La flauta mágica y el Réquiem

Recurrió para ello a un libreto ya existente del gran poeta Metastasio sobre la figura del emperador romano Tito y completó la partitura en el tiempo récord de seis semanas. De este modo, y como era habitual en él, andaba peleándose con las últimas notas de la obertura en la víspera de la premier. Fue estrenada el 6 de septiembre de 1791, veinticuatro días antes que la niña bonita de La flauta, y su acogida resultó, con todo, bastante agradecida en los teatros de Europa. Sin embargo, con el cambio de siglo y los nuevos gustos románticos, la ópera se vio relegada hasta caer en el olvido. Fue en cierto modo cortocircuitada.

 
La obra, hoy en día, a pesar de los esfuerzos por recuperarla para la escena internacional, no soporta, tristemente, el parangón con cualquiera de sus hermanas mayores. La sensación de cortocircuito se cierne sobre diversos aspectos de ella, lastrándola en su conjunto. El libreto es demasiado serio para lo que Mozart nos tiene acostumbrados en sus colaboraciones con el genial Da Ponte. La mezcla de elementos de gran tragedia histórica con pasiones y enredos de telenovela se le atraganta al maestro y apenas hay una gota de humor en toda la obra. En el plano de la música, nadie niega la facilidad de notas y acordes, pero hay algo que no funciona como en otras ocasiones. Las melodías no fluyen con igual luz y hermosura; hay una sobreabundancia de recitativos; las voces parecen repartidas de modo descompensado: demasiado peso de las “femeninas” (sopranos y mezzos; estas últimas, castrati en origen) frente a las desprotegidas masculinas. Se diría que la corriente alterna de La clemenza sufre continuas caídas de tensión, ya desde el origen de su creación artística.




La producción recién concluida en el Teatro Real se remonta al año 1982 y rinde homenaje a su principal responsable, y director artístico del propio teatro entre 2010 y 2013, Gerard Mortier. Se trata de un montaje inteligente que no persigue enmascarar los desequilibrios, sino presentarlos en su desnudez integral. La escenografía se reduce a un espacio interior, cúbico, blanquecino y diáfano, con grandes portones en sus paredes, a través de los cuales se van asomando sucesivos motivos de la antigüedad clásica. El planteamiento teatral incide en las pasiones ocultas y en las traiciones que mueven a los romanos protagonistas, encarnados en correctas voces mozartianas. Sobresalen en sus papeles de mezzo Monica Bacelli, como Sesto, y Sophie Harmsen, como Annio. Muy atinado, como de costumbre, el coro del Real, comandado por  Andrés Máspero. En cuanto a la dirección musical de Christophe Rousset, luces y sombras. Acierta en el tono a menudo solemne de la partitura, que resalta los valores ilustrados de justicia, clemencia y magnanimidad, presentes en el libreto. Sin embargo, los recitativos secos –a cargo de un discípulo de Mozart–, sin acompañamiento musical y con largos silencios entre ellos, se hacen difíciles de digerir y bien podían haber sido suavizados de algún modo por los ardides teatrales.


Así pues, una representación que nos sirve para desempolvar una de las óperas menos conocidas del salzburgués, acometida en momentos muy complicados para él: el final de su trayectoria como músico. Y para constatar que, incluso los genios como él, tienen derecho, no ya a desentonar, verbo que jamás cabe conjugar con Mozart, sino, simplemente, a no estar siempre tocados por la celeste inspiración.

Reseña publicada originalmente en Culturamas (2/12/2016)

Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 19 al 28 de noviembre de 2016

miércoles, 6 de julio de 2016

RECOMENDACIÓN: "GEORGE DE LA TOUR" / PASCAL QUIGNARD


Hace tiempo que no comparto una sugerencia de lectura personal desde aquí. Para todos los amantes de la pintura, así como de la buena y ágil escritura ensayística, recomiendo este librito del francés PASCAL QUIGNARD (1948 - ), que me descubrió un viejo amigo, sobre la obra del artista barroco GEORGE DE LA TOUR (1593-1652), el pintor de las noches, como tantas veces se lo ha denominado.
Un texto intenso, escrito con fluidez y aparente sencillez, que va desgranando de forma sugerente, delicada, fantasiosa, las claves de este misterioso pintor, maestro del asombro y de las velas, cuyos cuadros conducen al espectador a un extraño arrobo íntimo, sumiéndolo en una penumbra de incógnitas. En el hipnótico artificio de sus lienzos, se siente uno enfrentado al mismo desconcierto de la noche, de la esencia final de la existencia humana, de la presencia o ausencia de Dios... Y Pascal Quignard consigue retratar, a base de hermosos trazos de escritura, la perplejidad de esa creación en el límite del misticismo.
No sabía apenas sobre su autor y, simplemente consultando la Wikipedia, madre moderna del conocimiento, ha podido averiguar que, además de excelente escritor, Quignard es o ha sido indagador musical, organista, violonchelista y mal pintor, a juzgar por su arrebato de romper todas sus creaciones plásticas de juventud...
Más info sobre la edición en español de Pre-Textos:  

http://bit.ly/1nF47AZ

lunes, 27 de junio de 2016

“MOSES UND ARON”, TRANSGRESORA REVELACIÓN


  
Un magnetófono desciende con aplomo desde las alturas del Teatro Real. Una penumbra en la que, solo al cabo de un rato, se distingue la figura de un poderoso animal, enmarca el descenso. El magnetófono se detiene a media altura, sobre la boca del escenario, y se activa: corre por sus bobinas la cinta magnética. Se escuchan los primeros acordes y unos coros enigmáticos. La cinta llega hasta el pie del escenario, donde es recogida por un impávida silueta enchaquetada, que resulta ser, nada más ni nada menos, que el Moisés de la Biblia. Se produce entonces la revelación del mensaje divino al profeta: ha de liberar al pueblo de Israel del cautiverio del Faraón. Es la representación moderna del arbusto en llamas del Éxodo, símbolo de Yahvé. El nuevo dios es único, eterno, omnipresente, invisible e irrepresentable. Moisés se halla ante un gran dilema: él es el receptor de la idea, de su esencia, aunque se reconoce limitado para comunicarla. Posee el pensamiento, pero le falta la palabra. Para transmitirla adecuadamente al pueblo, ha de recurrir a su hermano, el sacerdote Aarón, que goza justo de ese don.

Este es el punto de partida de Moses und Aron, la rupturista ópera que el músico austriaco de origen judío Arnold Schönberg compuso entre 1930 y 1932, y que no llegó a completar sino en sus dos primeros actos, tras su exilio forzoso en los Estados Unidos por el ascenso de los nazis. La obra es transgresora en forma y fondo, y solo ahora se ha estrenado en versión escénica en Madrid. Schönberg la compuso siguiendo estrictamente los postulados de la escuela dodecafonista, que negaban la tonalidad tradicional de la música culta y popular, y articulaban toda la composición en torno a una serie preestablecida de doce sonidos, así como de sus variantes: invertida, retrógrada y retrógrada-invertida. El tema último de la obra, sobre el gran retablo del relato bíblico, es precisamente ese: la antítesis, la imposibilidad de consorcio entre la idea, el pensamiento puro, por una parte, y su plasmación a través de formas, imágenes, símbolos o palabras, por otra. El eterno debate de tantos filósofos que se halla en la raíz de la propia creación artística. En la segunda escena de la ópera, los dos hermanos se encuentran en el desierto y polemizan acerca de cómo transmitir el mensaje divino al pueblo que, en su informidad de masa, los contempla a cierta distancia.


Para ocasión tan señalada como la de su estreno en el coso madrileño, el Real ha recurrido a la producción de la Ópera de la Bastilla de París, con la factura de un grande de la dramaturgia y de la iluminación actuales: el italiano Romeo Castellucci. Su planteamiento no puede ser más auténtico y, por momentos, agresivo, en lo radical de su enfoque. Castellucci nos planta cara a cara con un drama intelectual de gran violencia implícita y, como si de una declaración de guerra se tratara, recurre al combate de mundos enfrentados y casi incompatibles sobre el escenario. Así, a la aparición de diversos elementos tecnológicos o de estética cibernética, que descienden siempre de las alturas, como el citado magnetófono, cápsulas, engranajes motorizados o neones, se contrapone la presencia de las fuerzas brutas de la naturaleza, simbolizadas en el gran toro que ha levantado la polémica del montaje: Easy Rider, un semental de 1.500 kilos que se desempeña sobre las tablas del Real como un figurante más. 


La disputa se traslada a los decorados, al atrezo y a los colores. El primer acto se desarrolla todo él a ambos lados de un estor transparente en la boca del escenario, que simula la calima cegadora del desierto. Priman las formas suaves, blandas y azuladas. El segundo, en cambio, es el reino de los oscuro y coincide con el despliegue de las danzas orgiásticas de la partitura de Schöenberg, cuando el pueblo israelita se deja arrastrar hacia la adoración de los viejos y nuevos tótems: el Vellocino de Oro, convertido en toro descomunal, en contraste con la fragilidad de un cuerpo desnudo de mujer. Una pintura negra, densa como alquitrán, se vierte una y otra vez sobre los blancos vestidos, sobre las flores y hasta sobre la grupa del gran toro. Es el símbolo de lo más atávico y ritual de la naturaleza humana; sangre e inmolación. 


En la parte vocal, los papeles protagonistas no son ajenos a la contienda: Moisés, en la voz del bajo-barítono Albert Dohmen, no canta en realidad, sino que se maneja siempre dentro del registro declamado. Aarón, por el contrario, en la voz de John Graham-Hall, es el dueño de la palabra, y por tanto del canto, y presenta la línea de un tenor heroico. El coro, espectacular en todo momento, enmarca y remarca los lances de esta batalla sobre los fundamentos mismos del arte y de la comunicación. “¡Oh, palabra; tú, palabra que me faltas!”, grita Moisés, aparentemente derrotado, al final de la representación…

Reseña publicada originalmente en Culturamas (2/06/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 24 de mayo al 17 de junio de 2016

lunes, 18 de abril de 2016

"PARSIFAL", LA ANTAGONÍA MÍSTICA

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Parsifal (1882), el gran drama testamentario de Wagner, así como la más ambigua y mística de sus obras, se abre con un largo, hermosísimo preludio que resonaba en su función de estreno en el Teatro Real, el pasado día 2, con singular belleza. Sombrío, nostálgico, sereno, cálido, pausado, misterioso, omnipotente… todos estos adjetivos le serían aplicables, como lo serían, asimismo, a la revelación de un secreto de confesionario o, por escalar de categoría, a una verdad apostólico-musical. En el majestuoso preludio aparecen ya tres de los motivos que sustentan toda la ópera: el llamado de la Eucaristía o de la Última Cena, primero en escucharse en su mágica amplitud; el del Grial, descendente y con leves resonancias marciales; y el conocido como motivo de la fe, basado en una melodía de un coral alemán, ascendente y espiritual.

De esta manera, susurrante y solemne, se da paso a la descomunal propuesta: casi cinco horas de música, divida en tres actos que, para un profano en el mundo operístico, y en Wagner particularmente, podrían suponer una suerte de barrera infranqueable. Pero la música fluye, pese a su temeraria extensión, y va colándose en los oídos de los asistentes con aplomo natural. Esa eterna repetición de motivos, esa elección tonal jamás resuelta, la tónica que nunca llega, tan característica del maestro teutón, va permeando los sentidos del público y este acaba por rendirse y comulgar con la barbaridad del planteamiento. Acaba por asumir la estética y la fe de la megalomanía; y sintiéndose embargado al hacerlo.

Se ha hablado recurrentemente de Parsifal como una obra polémica en la producción wagneriana, sobre todo en lo referente a su temática cristiana, uno de los rasgos que mayores críticas le valió en su tiempo, comenzando por la de Friedrich Nietzsche, quien acusó al compositor de decadente y pusilánime por haber abanderado los dogmas de la fe en su última criatura. Cierto es que el libreto del propio Wagner ahonda en símbolos tan cristianos como el Viernes Santo, la Última Cena, la Paloma, el sagrado cáliz o la lanza que abrió el costado de Cristo. Cierto igualmente que, en las voces de sus protagonistas, resuenan una y otra vez conceptos ligados al Cristianismo y a su moral, como son los de expiación, redención o compasión... Pero al mismo tiempo, Wagner utiliza el subterfugio de las leyendas medievales para compensar el peso de todo el orbe religioso. Bosques, lagos, castillos, hechizos, mujeres en flor y mágicos bebedizos cohabitan ese reino de asombroso misticismo. 


Así, basándose en el poema medieval Parzival de Wolfram von Eschenbach (ca. 1170-1220), la opera plasma la leyenda de la famosa orden de caballería del Santo Grial, encargada de custodiar dos reliquias sin par: el cáliz de la Última Cena, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo una vez crucificado, y la lanza con que fue sajado. Esta ha desaparecido a manos del hechicero Klingsor, quien había tratado de ingresar en la orden sin éxito a causa de su lascivia. A consecuencia de ello, el gran guardián de la orden, Amfortas, sufre una herida incurable en el tórax, de la que no deja de manarle sangre. Gurnemanz, caballero veterano de la orden, cuenta en el primer acto que solo un inocente, capaz de alcanzar la sabiduría por medio de la compasión, podrá recuperar la lanza y sellar la herida por siempre. Ese inocente será Parsifal, y llevará a cabo su misión no sin encarar pruebas y tentaciones inhumanas, como el reclamo de las muchachas en flor en el castillo de Klingsor, el beso perturbador de la tigresa Kundry, o la maldición que esta le lanza de errar eternamente en su viaje de regreso a Montsalvat (la expiación particular de Parsifal).
 
La música de Parsifal nos enfrenta a ese mundo antagónico entre el pecado, la lujuria y la culpa, de una parte; y la compasión, la sabiduría y la redención, de otra. Asistir a las cuatro horas largas de ópera es una especie de peregrinaje musical hacia los fundamentos del arte wagneriano. Transitamos por su universo de motivos, por sus tonalidades irresueltas y en conflicto, igual que lo hace el coro en procesión de los tullidos caballeros del Santo Grial, encabezados por Parsifal, en el segundo acto de la obra; un largo, extenuante caminar hasta recobrar el aliento de los bosques de Montsalvat y la luz balsámica del Viernes Santo.

El presente Parsifal del Teatro Real es una coproducción de la Ópera de Zurich y del Teatro del Liceo de Barcelona, comandada en lo musical por Semyon Bychkov y Paul Weigold, quienes se reparten las funciones, y en lo teatral por el director de escena Claus Guth y el escenógrafo Christian Schmidt. Aciertan ambos en su diseño, al presentarnos una escenografía giratoria con tres grandes espacios, a modo de sectores circulares, que van conformando los diferentes ambientes de la ópera. La comunicación entre ellos fluye a través de portezuelas a diferentes niveles, así como del giro acompasado de todo el engranaje del escenario. En momentos particulares, se proyectan vídeos sobre una fina pantalla en el telón de boca con imágenes alusivas a éxodos, caminos y caminantes. En las voces, destaca la corrección estilística del Parsifal de Christian Elsner; la firmeza y poderío vocal del Gurnemanz de Franz-Josef Selig; y la diabólica interpretación de Anja Kampe en el papel de Kundry, tan perverso y sensual, como tierno y bondadoso. Magníficos el coro y orquesta titulares del Teatro, poniendo el broche de oro al reparto y a toda la función. 

Reseña publicada originalmente en Culturamas (8/4/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 2 al 30 de abril de 2016




sábado, 5 de marzo de 2016

“LA FLAUTA MÁGICA”, VIAJE MUSICAL HACIA LA LUZ

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“Atravesaremos, gracias al poder la música, la sombría noche de la muerte”, cantan de la mano Tamino y Pamina en las escenas finales de La flauta mágica (Die Zauberflöte), tras haber superado las pruebas impuestas por Sarastro y su camarilla de sacerdotes para acceder al Templo de la Sabiduría. Ese sería el resumen del gran viaje iniciático de la oscuridad a la luz que, disfrazado de cuento de hadas, se erigió en última creación lírica de Mozart y síntesis postrera de su talento sobrenatural, actualmente en cartel en el Teatro Real de Madrid.
Compuso Mozart una obra que no cabe tildar de ópera, como tampoco de mero singspiel (teatro cantado, similar a nuestra zarzuela), pues su dimensión y alcance dejan muy atrás tal concepto, en 1791, ya en la fase última de su corta vida, y en unos momentos muy delicados para él, de penurias materiales, de sufrimiento anímico y espiritual, debido al ostracismo a que se vio relegado poco antes de morir. Fue en uno de sus viajes a la caza de encargos por la cortes de Europa, cuando Mozart conoció a Emanuel Schikaneder, el autor del libreto y, al igual que él, masón confeso, quien lo inspiró para componer el que hoy se considera su testamento musical, según los ideales de justicia, igualdad, fraternidad y saber basado en la razón, rasgos definitorios de las sociedades masónicas.


La obra se presenta como un cuento infantil, en lo que constituye un puro envoltorio. En su arranque, Tamino, un extraño príncipe, huye de una serpiente gigante a la que dan muerte tres damas al servicio de la Reina de la Noche. Seguidamente, el príncipe conocerá a su compañero de aventuras, el pajarero Papageno, un tanto desafortunado en el amor. Junto a él, se lanzará a una suerte de gincana cósmica tras recibir la encomienda por parte de la Reina de la Noche de rescatar a su hija Pamina, de quien Tamino se enamorará en el acto al contemplar su retrato. Pamina está en manos de un supuesto tirano llamado Sarastro, quien se revelará en realidad como un hombre sabio, el gran sacerdote de la Orden de Isis y Osiris. Para sortear los peligros que les surgirán por el camino, las trampas y acechanzas de las fuerzas del mal (personalizadas en la propia Reina de la Noche, en sus damas, y en Monostatos, el sirviente traicionero de Sarastro), así como las tres pruebas que habrán de pasar para ingresar en la citada orden, la pareja protagonista recibirá un par de instrumentos musicales capaces de obrar el encantamiento a su alrededor: una flauta mágica para Tamino, y unas campanillas o carillón para Papageno.
Como se aprecia, todo en La flauta mágica se entiende desde el punto de vista del símbolo, de los juegos de elementos antitéticos. Al reino de lo oscuro y de las fieras, de las cavernas y pasadizos, del frío y del silencio en forma de candados, se opone el reino de lo luminoso y de las criaturas celestes, de los templos y jardines egipcios, de la radiación solar y de la música, simbolizada en los instrumentos mágicos. El número tres, por su parte, está presente en toda la obra desde los acordes iniciales de la obertura, pasando por los tríos de damas y de muchachos protectores, las tres pruebas de iniciación, etc.
El Teatro Real nos trae en esta ocasión un montaje del australiano Barrie Kosky, procedente de la Komische Oper de Berlín, que ha sido aclamado allí donde se ha estrenado. Son muchos los atrevimientos de esta producción, polémicos algunos, si bien los aciertos pesan más en el balance del conjunto. En primer lugar, una apuesta radical por un nuevo concepto de escenografía, genuina del siglo XXI, en el que todos los decorados y elementos de atrezo son animaciones digitales. En un planteamiento completamente opuesto a la tradición de los teatros de ópera, que siempre han fundamentado su diseño en la profundidad y perspectiva del escenario, el montaje renuncia a esa profundidad, sitúa el plano de proyección casi a la altura del telón de boca, y es en dicho espacio donde tiene lugar toda la representación. Los cantantes quedan comprimidos en esa estrecha franja horizontal y han de interactuar en todo momento con las imágenes virtuales. A partir de ahí, el despliegue de fantasía es desbordante. La obra, por su carácter mágico y de fábula, resulta propicia para ello. El resultado a ojos del espectador es el de una viñeta animada, una especie de linterna mágica en la que la mezcla de estéticas y de iconos de la cultura pop adquiere carácter casi hipnótico. El lenguaje del cine se impone desde el principio en sucesivos homenajes a los orígenes del séptimo arte: así el Papageno transformado en Buster Keaton; el Monostatos, en Nosferatu; o el Sarastro al modo de Abraham Lincoln en El nacimiento de una nación. Y lo que sin duda es más peliagudo aún, y fuente de algunas críticas: la sustitución de los diálogos de la obra original por sucintos letreros proyectados al estilo del cine mudo.


La sensación final es la de haber asistido a una gran experiencia global de los sentidos, pretensión que es intrínseca al propio género operístico, desde que se inventara a mediados del siglo XVII en la República de Venecia. Todo ello sustentado siempre por la música extraterrestre de Mozart, que tiene el poder de hechizarnos en su prodigiosa factura. Nos sucede lo que a Monostatos y sus esclavos cuando escuchan las campanillas tocadas por Papageno: nos arrebatamos al baile, a la belleza y la luz que nos trasmite una música que, sin saber cómo, nos transporta a un grado superior de conocimiento. Es una mezcla indescifrable de divinidad y de emoción humana. La aproximación más telúrica a la perfección.



Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 16 al 30 de enero de 2016
Reseña publicada originalmente en Culturamas (27/01/2016)